Hablamos con ella sobre cómo ha sido crecer con una discapacidad, sobre sus inicios en el judo y sobre el impacto del deporte en su vida. También charlamos sobre los desafíos a los que se enfrentan las personas con diversidad funcional en un mundo que aún necesita derribar algunas barreras.
P. Marta, me gustaría empezar por el principio, por tu infancia. ¿Cómo fue crecer con una discapacidad y qué te llevó a meterte en el mundo del deporte?
R. Tenía la suerte de ser una niña de carácter alegre y de no ser consciente de las diferencias con los demás. Los primeros años en el colegio fueron muy normales, participaba en juegos en la clase de educación física, pero cuando empezaron los deportes con balón, ahí dejé de participar. Fue como una barrera invisible que simplemente acepté, sin rebelarme.
Asumí que no podía hacer deporte, y con esa idea crecí hasta que llegué a la escuela de fisioterapia de la ONCE. Allí conocí a compañeros que practicaban deporte adaptado, y fue una revelación. Algunos hacían judo, y siempre me había llamado la atención, así que me apunté. Y fue increíble. Por primera vez me sentí parte de algo, capaz de hacer algo que pensaba imposible.
P. ¿En retrospectiva, echas de menos algo en esos primeros años?
R. Ahora, como adulta, pienso que sí. Creo que faltaron apoyos y comprensión. En aquel entonces, nadie se daba cuenta de que alguna cosa más se podía hacer. Yo no fui consciente de esas carencias en mis primeros años, pero a partir de los 9 o 10 empecé a sentirme frustrada. Eso sí, esos recuerdos no empañan la felicidad que tuve como niña. Desde la distancia pienso: "Dios, qué barbaridad que nadie se diera cuenta de que había que hacer algo más". Pero era otra época. Ahora al menos sabemos que no actuar está mal, aunque aún nos falte mucho por hacer.
P. Enfrentarte a tantos desafíos desde pequeña, ¿te ayudó a desarrollar esa resiliencia que ahora defines tan bien?
R. Sin duda, aunque creo que más por mi carácter pragmático que por otra cosa. De niña, si algo no podía hacerlo, simplemente lo descartaba. Era mi forma de lidiar con las limitaciones: no me obsesionaba, lo tachaba y pasaba página. Pero cuando llegó la adolescencia, no tenía herramientas ni autoestima para enfrentarme los problemas. Fue el deporte el que me enseñó a esforzarme con gusto, a disfrutar del desafío. Aprendí a enfrentarme a los desafíos con ganas, a disfrutar del proceso. El judo me dio una estructura, un camino que seguí con pasión. Me transformó.
P. ¿Qué te ha enseñado el judo, más allá de las técnicas?
R. Dos lecciones enormes. La primera es no ser víctima de mí misma. El judo me enseñó a no regodearme en la autocompasión, a dejar de mirar lo que no podía hacer y a centrarme en lo que sí podía. Y a pelear. Si algo no me gusta, lo cambio y lo peleo.
La segunda lección es que la vida es un camino. Hay que avanzar, hay que aprender siempre, disfrutar del proceso y no obsesionarse con los resultados. Si disfrutas del camino, los resultados llegan solos. Y si no llegan, al menos has disfrutado mientras lo intentabas.
P. Qué sentiste la primera vez que pensaste que había un deporte que sí podías practicar?
R. Fue revelador. En la escuela de fisioterapia, vi a compañeros judokas, algunos de ellos paralímpicos, y pensé: "Si ellos pueden, yo también". Lo mejor del judo es que empiezas con un cinturón blanco, y eso es un recordatorio constante de que estás en un proceso, de que aprendes. No necesitas ser perfecta desde el principio. Ese enfoque me dio confianza. Además, al ver que se me daba bien, mi autoestima creció enormemente.
P. Has sido parte de cinco Juegos Paralímpicos. ¿Cómo describirías esa experiencia?
R. Ha sido mi vida. Una vez que descubrí el judo, todo giró alrededor de él. Me hace feliz estar en el tatami, competir, sentir esa adrenalina que solo me da la competición. Las medallas son un reflejo de todo ese esfuerzo, pero no son lo único. Me hice adicta a esa sensación de superarme, de luchar, de estar al límite. Pero también es cierto que ser deportista paralímpica no es fácil. Siempre hemos tenido que conciliar, porque las becas no son eternas. No puedes dejar de pensar en el plan B. Esa precariedad te mantiene alerta, pero también hace que valores aún más cada oportunidad.
P. Eres una gran portavoz de la inclusión. ¿Qué papel juegan las empresas y la financiación en este tema?
R. Son fundamentales. La inclusión no depende de las personas con discapacidad, depende de quienes tienen el poder de abrir puertas. Y eso incluye a las empresas y a las entidades financieras.
Las personas con discapacidad no buscamos caridad. Estamos preparadas, formadas, listas para aportar talento. Pero si nadie nos da una oportunidad, nunca podremos demostrarlo. La financiación inclusiva, como las becas o apoyos específicos, es clave para poder romper esas barreras.
Además, la inclusión es rentable. Hay un mercado inmenso que sigue desatendido. No se trata de gastar más, sino de invertir mejor. Hacer accesibles productos, servicios y espacios no solo beneficia a las personas con discapacidad, sino a toda la sociedad.
P. ¿Qué le dirías a quienes aún no ven la inclusión como una prioridad?
R. Que pierden talento, oportunidades y, probablemente, dinero. Las personas con discapacidad aportamos una visión única porque estamos acostumbradas a resolver problemas y a buscar soluciones creativas. Esa capacidad es invaluable en cualquier equipo de trabajo.
Invertir en inclusión no es caridad, es inteligencia. Es apostar por una sociedad mejor, más justa, más eficiente. Y cuando una empresa o una entidad financiera entiende eso, no solo genera impacto social; también gana en confianza, fidelidad y reconocimiento.
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